De muy niño y muchacho fui más que distraído para los estudios escolares, no salía a jugar a la calle, prácticamente era un ermitaño, aislado casi por voluntad propia en la casa. Decía que era distraído porque no me daba cuenta de los hechos a mí alrededor, no sabía quién era el presidente del Perú, ni tampoco para qué tenía que ir al colegio, es más, en una oportunidad cuando, antes de entrar a las aulas formábamos, me di con la sorpresa que había ido al colegio con unas sandalias de lona negra y suela marrón, hablo de la década de los años 70’s, cuando en los cines abundaban las artes marciales y Bruce Lee repartía patadas hasta por gusto y se vendían estas sandalias negras con la suela cosida con pita.
Pero lo que siempre tuve bien claro era que me gustaba la leche entera de vaca. Al frente de mi casa había una chacra y alternábamos con mi hermano para ir a recoger la leche que nos vendían, no en cántaro sino en balde, que sabrosa era, su fragancia era un manjar para mi, si hubiese podido desayunar, almorzar y cenar todos los día leche de vaca habría estado en la gloria, ojo que lo digo con minúscula.
Más adelante apareció la Planta Lechera de Tacna, que nos dejaba una botella de leche muy esbelta en la puerta de la casa, tenía una platina azul la cual sacaba con suma facilidad. Esta leche sólo estaba pasteurizada, según recuerdo, y no le sacaban ni agregaban ningún ingrediente más. Más adelante vinieron las de tarro, las que me gustaba congelar, luego batía su contenido agregándoles de a pocos el jugo de un limón, azúcar y unas gotas de vainilla, que como resultado queda un postre delicioso.
Todo estaba bien hasta pasar los 20 años en que empezó a surgir mi intolerancia a la lactosa y de poco a poco me fui alejando de esta cómplice relación. Así terminó un ciclo con la leche que empecé con las de “fórmula” ya que mi madre no estaba muy favorecida con este manjar de los dioses.