He visto aquellos ojos tuyos y he pensado que en más de veinte años de conocerte no han envejecido. He notado, sin embargo, que mis manos ya no tienen la lozanía de tiempos no muy lejanos, ya ni me cuelgo de aquellas vetustas rejas de aquel ventanal donde gritara con total libertad la fortuna de estar prisionero entre los personajes de tu historia. También mi ropa ha cambiado, los vaqueros rotos quedaron atrás junto con mis locuras que terminaron escurriéndose por entre urdimbres y tramas resanadas, tampoco sé si este terno me asienta bien o no, es como un cartón embetunado próximo a convertirme en un hipócrita académico. La camisa ajada, deshilachada y percudida es ahora nueva, planchada y cínica. Mi cómplice y raída mochila, que me costara lanzarla a la basura en medio de un ritual con aroma a traición, es ahora cambiado por un vil maletín indecente que me pinta de decoro. Mis zapatillas convenidas que me arrastraban por caminos serpenteantes y bullangueros han pasado a ser unos escalofriantes zapatos de cuero en los cuales escondo mil historias pataperreando a tu lado. Las uñas largas y gruesas con las que apuñalaba mi paleta con tal de sacarle el óleo seco son ahora inofensivas uñas mutiladas.
Lo que más me extraña es la rebeldía diurética que limpiaba mi mente se fue quién sabe a dónde, no está, parece que algún diabólico sentimiento terrenal me la hubiera castrado, ya mi voz no se extiende como el rugido de un león, apenas y mis alumnos me escuchan… ¡Soy un eunuco!
Estoy postrado ante un puñado de normas, leyes y buenos modales y en algún baúl nómade que paseo casa por casa, en calles acomodadas al azar en mi memoria y que ya olvidé su último puerto, está escondida la libertad, con el pecho cubierto de trapos miedosos, con tos y algo de fiebre, con la lengua reseca y doblada en cuatro, estrujada debajo de algún poema levantado en alguna revolución antediluviana, esperando mi pronta muerte.
Entro al trabajo apretando informes lacayos, papeles serviles que solo saben decir “si señor”, “ya señor”. Salpico saludos a diestra y siniestra mientras la voz suprema ordena y ordena, a cada paso el ardor de mis pies enjaulados aprietan mis neuronas, el bullicio de voces estrepitosas resuenan en las paredes del aula, ya mi paciencia se ve contaminada, mi voz pequeña y cansada murmura un inútil “basta”. Y ya que caer no es una alternativa que anime mucho es que estoy ahora cerca al borde, no de un abismo, sino de una rampa pedregosa en la que empiezo a rodar, a rodar y rodar, pero el final es un muro en donde estrello cosas… no sé, esas cosas que lo ponen a uno a millones de años luz de la sinceridad.
Algo brota de repente, un hilo de sangre no creo, es más bien un aroma que había casi olvidado por toneladas de días perdidos, un nuevo respiro por las grietas de este cuerpo vetusto renuevan mi miopía y grito “SILENCIO” hasta agotar mi mano insistente en una carpeta que hace las veces de pupitre, igual que este nombre y apellido hacen las veces de formador, docente o profesor. Por fin silencio, todos vuelven la mirada a mí, ya no se que más sigue, agarro la soga colorida (corbata para algunos, yugo para mi) que descansaba sobre mi camisa sin arrugas y la dejo caer al suelo degradando mi investidura, rompo con premura registros con notas rojas y azules que no reflejan nada. Salgo por esa puerta dejando atrás esas miradas abigarradas con tintes, audífonos, indiferencias, juegos, cuadernos… un montón del divino tesoro que no volví a ver. Afuera encontré una luz, aunque es de noche vi una luz como un rayo que guía a la calle, si, allí viene como un espíritu, salió seguro de un sitio profano, de ese baúl nefasto llamado mente, la busqué adormecido por tiempos ruinosos y siempre estuvo allí, en cada rostro, en cada esquina, en cada poro, en una blanca flor que ni el más crudo invierno arrancó del fondo de mi pecho. Y aunque mañana regrese sin corbata y la barba crecida, latirá mi corazón al ritmo de mi canto, con mi voz bajita guardaré tu nombre: LIBERTAD.